13 de marzo de 2012

Y esta me la dan con la mano abierta.

La reivindicación de la política

11 marzo 2012 (3)
Vivir a la intemperie significa quedarse solo ante el poder. Nuestro miedo y nuestra furia están marcados por la soledad. Es la geografía de vida que pretende el desprestigio de la política. Porque el fin último de la política supone el trazado de ámbitos de intermediación entre los ciudadanos y el poder. Eso es lo que intenta liquidar el poder financiero y su cultura de desprestigio de la política. Se trata de acabar con estos ámbitos de intermediación. El poder quiere relacionarse de forma directa con los ciudadanos. Es una operación que facilita el sometimiento, una condena a la docilidad. Cuando decimos que la economía especulativa desmantela hoy el Estado del bienestar, nos quedamos cortos. Es el Estado a secas, la intermediación entre el poder real y los ciudadanos, lo que está en juego.
¿Podemos permitirnos el lujo de una lucidez pesimista? Hace hoy demasiado frío en la realidad para añadir una inteligencia de hielo. Ninguna receta económica, teórica o intelectual aporta por sí sola el calor necesario para defendernos de este invierno. Necesitamos un poco de corazón, algo de ese sentimiento ocupado ahora por el miedo y la furia. Debemos rescatar parte de los sentimientos para encender una hoguera dentro de la razón. Es decir, para volver a reunirnos en torno a unos valores.
No es preciso insistir mucho en los mecanismos de los que el poder se sirve para desacreditar la política y quedarse en escena con las manos libres. Los escándalos mediáticos, la corrupción, el ataque de los unos contra los otros, de los otros contra los uno, la farsa parlamentaria a las órdenes de los intereses económicos, la quebradura de la soberanía cívica, debilitan la confianza. Nos han convertidos en unos aldeanos apegados al terruño de nuestra incredulidad y dispuestos a que nadie vuelva a engañarnos.
No hace falta insistir en el poder y sus maldiciones. Pero tal vez conviene meditar en la relación que, en sus buenos tiempos, se estableció entre la política y nosotros. ¿Qué esperábamos de ella? Todo. La política y el Estado han sido una fábrica de promesas, el mostrador en el que exigir un futuro perfecto. Hablar en nombre de la política y el Estado suponía tanto como poseer la verdad, saber el camino. Desde esta inercia, la política no suele reunirnos en el presente para imaginar el futuro. Más bien se sitúa ya en el futuro para imponer desde allí un orden en el presente.
Esta costumbre ideológica posibilitó males mayores, como el surgimiento de los comisarios y sus totalitarismos. Siempre actuaron como portavoces del futuro. También ha extendido males de tono menor, pero con efectos de largo recorrido: la decepción y la desconfianza. Poco a poco hemos dejado de ser ciudadanos y nos hemos transformados en clientes de los debates políticos. Vivimos dentro del consumismo democrático, nos acercamos a los mostradores del Estado y de los partidos para comprar el futuro. No nos sentimos responsables, sino consumidores, y por lo tanto acabamos fijando nuestra relación con la política a través de un libro de reclamaciones. Cuando alguien nos vende algo que no se puede vender es que nosotros queremos comprar algo que no se puede comprar. En vez de responsabilizarnos del futuro, de acercarnos a la política como una parte más del debate, la duda, la imaginación y el compromiso, hemos pretendido adquirir a plazos una parcela en una urbanización para ricos llamada felicidad. Y somos algo más que una clientela.
Antonio Machado vio unos brotes jóvenes en un olmo seco y anotó la gracia de la rama verdecida y el milagro de la primavera. El porvenir no es un cheque al portador, sino una esperanza, una ilusión. Reivindicar la política y la esperanza supone una tarea urgente de compromiso en esta intemperie que soportamos. Y lo primero que resulta necesario es cambiar de actitud. No pensemos en la política como un producto en mal estado, sino en nuestra responsabilidad como productores. ¿Qué puede hacer la política por nosotros? Exactamente lo mismo que nosotros por ella.
Defender la política empieza por el reconocimiento de su fragilidad, de su milagro. Resulta imprescindible quitarle su disfraz de libro de reclamaciones. No se trata de un mostrador, sino de una imaginación. Si queremos soberanía, debemos reconocer que somos parte del poder. Debemos reconocer nuestro poder.

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