Yo no soy malo
Yo, señor, no soy malo, aunque no me falten motivos para
serlo. A lo largo de estos días, he recordado muchas veces el célebre
comienzo de La familia de Pascual Duarte, la narración de Camilo José
Cela. En los debates públicos, parece que los ciudadanos tenemos la culpa de
todo. La crisis no se debe al fracaso de la economía neoliberal, sino a la
desmesura de unos ciudadanos que han vivido por encima de sus posibilidades. El
respeto a la libertad sexual vuelve a convertirse en un problema para los que
aspiran a regular la naturaleza según la lógica del infierno y el pecado. Y la
degradación de los servicios públicos está relacionada con el deseo de los
funcionarios de no cumplir con su trabajo. Cargamos todos con toda la culpa de
todo.
El escepticismo prudente tiene su justificación y su virtud.
Después de tantas decepciones graves, es mejor no dejarse arrastrar por
quimeras y sostener una sensata conciencia crítica. Pero cuando el escepticismo
se transforma en un descrédito fundamentalista de los ámbitos públicos y las
ilusiones colectivas, acaba rebotando en el espejo del Estado y cayendo sobre
los hombros de los ciudadanos. De ese modo las decepciones se resuelven con una
sistemática criminalización de los individuos. Sí, la economía neoliberal, que
con tanta insistencia defiende los ámbitos privados y la desregulación, conduce
también, como los totalitarismo, a la criminalización de los individuos.
Este proceso lo ha hecho evidente el Ministerio del Interior
al pretender penalizar la resistencia pasiva y pedir dos años de cárcel para
los convocantes por Internet de concentraciones que desemboquen en actos
violentos. Es difícil pisar un charco tan fangoso a la hora ofender la
libertad. ¿Cómo se puede confundir la responsabilidad de una convocatoria y el
comportamiento posterior de algunos participantes? En esa confusión corre un
peligro muy serio la democracia.
Pues yo no quiero que me criminalicen. Yo no soy un
extremista, ni un populista antisistema. Yo no soy malo.
Yo soy el estudiante que intenta defender la educación
pública, con calefacción en las aulas del invierno y con profesores en los
colegios y los institutos. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy la mujer que se niega a ser tratada como asesina de
niños por defender una ley digna de interrupción del embarazo. Soy la mujer que
no está dispuesta a que desaparezcan las inversiones contra la violencia de
género. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy el homosexual que no comprende cómo se permite que un
obispo, en la televisión pública de un Estado laico, pierda los papeles y se
gaste mis impuestos en pregonar barbaridades contra la dignidad humana. Salgo a
la calle y protesto.
Yo soy el ciudadano que quiere una democracia real, no un
ámbito oficial manipulador de los programas electorales y los votos. Salgo a la
calle y protesto.
Yo soy el funcionario que no resiste más desprecios y que no
permite que se le falte el respeto a su trabajo con chistes sobre la hora del
café, la lectura del periódico y la holgazanería. Salgo a la calle y protesto.
Yo soy el trabajador con derecho a organizar una huelga
general y un piquete, cansado de que los gobernantes legislen al servicio de la
economía especulativa. Yo soy incluso el pequeño y mediano empresario que
defiende la economía productiva, porque la mayor parte de nosotros no son
líderes del IBEX 35 o de la banca alemana, sino gente angustiada que necesita
animar las ciudades, abrir sus tiendas, mantener sus negocios, y para eso hace
falta que los individuos tengan un euro de más en el bolsillo y una culpa de
menos en la cabeza.
Si el escepticismo se convierte en el descrédito perpetuo de
los ciudadanos, el necesario sentido de la responsabilidad acaba diluido en el
sumidero de la culpa. La desconfianza generalizada impide cualquier instinto de
compasión y solidaridad. Y esa criminalización del individuo consigue enviar
dos mensajes muy reaccionarios: cada cual es responsable de su pobreza y todo
pensamiento crítico es un anticipo de la violencia. Esta mentalidad
reaccionaria se ha hecho inevitable para mantener un orden desequilibrado e
injusto. Todo acto de ilusión, de protesta colectiva, de defensa de derechos,
puede caracterizarse así como un problema de orden público.
La pretensión de solucionar los desarreglos sociales
endureciendo el derecho penal participa de esta lógica. El populismo
interioriza con facilidad la desconfianza, la indignación contra el otro y
contra uno mismo. El Estado injusto necesita hacernos culpables personales de
sus injusticias. Pues no, yo no soy malo, aunque cada vez tenga más motivos
para serlo.
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