31 de enero de 2012

Rumbos


Amaneció como tantos días en el puerto de Norte.
El sol despuntaba por su costado derecho y descubría las siluetas de los dos faros que señalaban la entrada a puerto.
Las barcas de los pescadores iban llegando con las primeras luces del amanecer.
El cielo despejado y la escasa potencia con la que los primeros rayos del sol golpeaban la superficie del agua auguraban un fresco día.
A simple vista, comenzaba un día más en esta septentrional ciudad.
Similar al de ayer, y parecido al de mañana.
Pero algo había cambiado durante la noche en uno de sus ciudadanos más misteriosos. Desde que el primer rayo de sol atravesó la pequeña ventana de su minúsculo apartamento portuario, supo que nada era igual.
Antes de abrir los ojos, antes de que ese furtivo rayo acariciase su piel, Bonald sabía que el día había llegado.
También lo supo Debla, su canina y vetusta compañera, cuando vio la mirada de su dueño perdida en el horizonte.

Salieron del apartamento
y sin mirar atrás, se despidieron de Norte, mientras caminaban por el viejo pantalán.
Sin hacer ruido, se marcharían como llegaron.
Subidos en Lumbre, su viejo y robusto velero.

Había llegado el momento de zarpar.
Sin acelerar el pausado ritmo que siempre acompañaba a sus acciones, Bonald fue soltando amarras.
Los tres eran conscientes de que esta vez el viaje era diferente.
No acabaría con el barco enfilando a su regreso, empujado por las caricias del sol  a estribor, la bocana del puerto de Norte.
Estaba vez se embarcaban en un viaje diferente.
En el que latitudes y longitudes, y cartas de navegación tenían poco que decir.
Esta vez, a estos tres compañeros, los orientaba la estática brújula que descansaba junto al pecho de Bonald.
La cual hace tiempo que se erigió como única guía de su destino.
La satisfacción de sentirse vivo.

Sur.
Atrás quedaba la monotonía, la seguridad, la certeza de la tierra firme.
En frente se abría de par en par un nuevo destino, un clima incontrolable, el abandono a los caprichos del universo, la vida.

Nada ocupaba la mente de Bonald.
Nada salvo unos versos que no paraban de resonar en su cabeza desde la noche anterior. Unos viejos versos que acompañaron a su enajenado abuelo hasta el sepulcro.
Quizá formaban parte de un marinero fandango…Quizás…

Niña son verdes tus ojos
como las olas del mar,
desgraciado quien vive en ellos
si es que no sabe nadar.

 ¿Serían cantos de sirena…? Quizás…

                                                                    Navío

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